Li Wang, un hombre muy pobre que vivía en la antigua China y que era muy conocido y querido, le fue concedida una gracia en una mañana, mientras pescaba para conseguir algo de comida...

Se acercaban a él ocho figuras caminando junto a la orilla del río... Tenía ante sus ojos a los Ocho Inmortales, a los Ochos sabios... Al principio dudó, pero luego los reconoció...

La visión de aquellos hombres era sobrecogedora pero Wang se armó de coraje y decidió caminar detrás de ellos a través del rio... Uno de ellos notó su presencia y volviéndose hacia él le dijo:

-Si pretendes venir con nosotros, habrás de dejarlo todo atrás, todas tus posesiones y tus ataduras.
-Eso es sencillo, pues en verdad nada tengo...
-Muy bien... Toma esto pues...

Pidiéndole que hiciera un cuenco con sus manos, vertió en el improvisado recipiente un líquido verde y viscoso que llevaba en una pequeña botella atada a su cinto... Wang se acercó las manos a la boca para beber... pero el aroma y el aspecto era de todo menos agradable... -No estás listo aún para seguir nuestro camino -sentención el Inmortal-.Todavía estás demasiado apegado a las apariencias... Wang embargado por la tristeza y el remordimiento pensó que había desaprovechado una oportunidad que le habían ofrecido los dioses... -¡Dadme otra oportunidad!- gritó Wang con desesperación... -No necesitas otra oportunidad...Todo lo que necesitas está en tus manos... La figura del Inmortal desapareció entre la bruma... Wang... se encontró sólo y sintió que todo estaba perdido; rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos... Fue entonces cuando percibió en ellas un resplandor verde como el jade... Wang no tardó en descubrir el don que aquel brillo daba a sus manos: la capacidad de aliviar los dolores y de curar las enfermedades... Desde entonces, el campesino procuraba el alivio de aquellos con los que se cruzaba con sólo tocarlos o acariciarlos, llegando a ser conocido y recordado como el Rey de los Dedos de Oro... Fue uno de los padres de la práctica de curar con las manos...

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